J. Sánchez
LA FABADA
Cuando se habla de gastronomía asturiana, inmediatamente se le
asocia la fabada como plato insignia, primero y máximo representante
de nuestra cultura culinaria, y eso suele llevar aparejada la creencia
de que forma parte de la alimentación del pueblo astur desde tiempos
ancestrales.
No existe una datación precisa del origen de la fabada, pero puede
presumirse que no va más allá del primer cuarto del siglo
XX. Aún en 1.929 En la Guía del buen comer español
se transcribe una receta del cocinero asturiano Atilano Granda que a los
ingredientes hoy consabidos añade repollo, berza o nabizas, patatas
y unto, que en realidad corresponden al pote asturiano; y no debe extrañar
esta confusión pues es plausible suponer que la actual fabada sea
una evolución de aquél, en la que primero se eliminan todos
los ingredientes vegetales, excepto la faba que pasa de ser actor secundario
y hasta en algunos puntos más occidentales ausente, a ser la base
y gran protagonista del guiso, y luego se reduce la variedad de los ingredientes
cárnicos hasta llegar a la fórmula actual comúnmente
aceptada y establecida como canon, que los limita al chorizo, morcilla,
lacón y tocino. Aún en recetarios posteriores a 1.970 se
incluyen otras carnes: María Luisa García en su Platos típicos
de la cocina asturiana admite la incorporación de carne de cerdo
fresca o en su lugar una mano de cerdo y Magdalena Alperi en su Guía
de la cocina asturiana incorpora hueso de jamón y oreja o rabo
de cerdo, variantes atribuibles con probabilidad a reminiscencias del
antiguo potaje asturiano al que la cantidad y variedad de carnes dependía
de la ocasión y de la disponibilidad de cada despensa.
Tampoco es la fabada un plato popular y campesino -basta apreciar la
abundancia de elementos cárnicos que contiene, incompatible con
la prudencia con que estos debían administrarse en la tradicional
economía agraria de autoabastecimiento, para concluir que solo
podría ser un plato festivo o de clases acomodadas- pero de lo
que no cabe duda es que ocupa un lugar de privilegio entre las joyas gastronómicas
hispanas, junto el gazpacho, la paella o la tortilla de patata.
Me refiero por supuesto a la legítima Fabada asturiana; la que
tiene como base las denominadas Fabes de la granja (no confundir con el
judión segoviano de la Granja de San Ildefonso), una prodigiosa
legumbre felizmente aclimatada a ciertas zonas del territorio asturiano
imposible de reproducir en otras latitudes y que tiene como característica
fundamental un contenido en materia grasa muy superior a cualquier otra
variedad, que la hace especialmente untuosa y suculenta, acompañadas
con morcillas y chorizos asturianos ahumados al humo de roble, lacón
y tocino (de este se puede prescindir sin desnaturalizar por ello el plato)
con el toque exótico del aromático azafrán. En múltiples
ocasiones he sido testigo de la ferviente conversión ante una verdadera
fabada de gentes que la rechazaban en primera instancia o se acercaban
a ella con desconfianza y por compromiso, escamados por experiencias anteriores
de combinaciones aberrantes o pseudo-fabadas, libres o enclaustradas en
latas ( y nada tengo que objetar contra la conserva, si lo que preserva
es auténtico y de calidad).
Sobre como preparar una buena fabada encontrará el lector numerosa
bibliografía donde con las pistas que preceden sabrá discernir
la ortodoxia o heterodoxia de la receta. Si quiere una referencia fiable
me atrevo a recomendar Cocinar en Asturias de Eduardo Méndez Riestra.
Sobre la forma de comer la fabada lo más común es alternar
entre cucharada y cucharada trocitos de compango, aunque el libre albedrío,
el gusto, o las manías de cada comensal nunca deben ponerse en
cuestión. Hay quien sostiene que el compango debe tomarse al final,
justo lo contrario de lo que opinaba un viejo y lejano pariente mío,
que probablemente influenciado por la carencia proteica de la guerra y
posguerra no probaba una faba hasta haber dado cuenta de toda su ración
de compango mientras argüía: "de quedar que queden les
fabes". A mi particularmente me gusta incluir de cuando en cuando
pequeños trozos de compango en las cuchara junto a les fabes y
dejar la morcilla para el final untada en pan.
En cuanto al acompañamiento, sin despreciar la sidra, me parece
que un tinto recio, con cuerpo, rico en taninos y con una graduación
de 13 a 13,5 º de alcohol es lo más adecuado. Para una digestión
pesada, que cuando se da es más atribuible al exceso en el que
se suele caer en uno de los platos que más despierta la gula, nada
como un cava bien frío al atardecer, cuando las grasas ya andan
dando trabajo a los primeros tramos del intestino y empiezan a pasarnos
factura. Supera con creces en eficacia y placer al bicarbonato.
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