La capital de la Costa Verde acumula el mayor volumen de producción
y consumo de sidra del Principado. Por todo el concejo se reparten un
buen número de llagares, dotados de modernas y grandes instalaciones
unos, más modestos y familiares otros. El gran arraigo y tradición
de la cultura sidrera es bien patente, a la vista el elevado número
de chigres repartidos por toda la ciudad y sus aledaños y la antigüedad
de muchos, por más que algunos hayan sido remozados para adaptarse
a los nuevos tiempos. Las avenidas de Pablo Iglesias y Hermanos Felgueroso
son ejes de coordenadas que sirven de referencia para una interminable
ruta sidrera; desde las proximidades del paseo de Begoña podemos
iniciar ruta hasta Ceares o a lo más alto de El Coto, donde se
confunde con la nueva barriada residencial de Viesques, sin que estos
puntos supongan ningún límite de la demarcación sidrera,
pues dan salida respectivamente hacia Granda y Lavandera o Castiello,
donde, además de numerosos lagares, encontramos suficientes chigres
o merenderos donde satisfacer nuestro apetito. Otro tanto puede decirse
de Pablo Iglesias, que a su término enlaza con la avenida de la
Costa y nos pone a un paso de La Guía y Somió, desde donde
podemos continuar ruta por Cabueñes y, desde El Infanzón,
llegar hasta el vecino concejo de Villaviciosa. En los alrededores de
la plaza Mayor y Cimadevilla, en el barrio de La Arena y los más
periféricos, como El Llano, Pumarín o La Calzada, no existe
un punto en Gijón donde no se pueda saciar al sediento de sidra
a menos de cien metros.
Si a lo largo del año se mantiene un consumo regular, en verano
se dispara desmesuradamente. El calor hace aún más apetecible
esta refrescante bebida tan buena compañera de los frutos de la
mar, que en esta estación nos son ofrecidos con generosidad y en
su mejor momento. Una opulenta mariscada con centollu, andariques, bugre
y otras exquisiteces, un modesto picoteo a base de bocarte o parrocha
frita o el simple entretenimiento de unos bígaros que inunden nuestro
paladar de minúsculas porciones de océano, no van a tener
mejor compañero que la sidra.
La suculenta sardina, que en este tiempo se pesca cerca de la costa y
entra cada madrugada en los puertos fresca como el agua, no es un pescado
frecuente en la oferta hostelera, pues el asado, su tratamiento más
apetecible, produce humos de olor intenso y persistente no aptos para
cocinar en recintos cerrados. Lo normal es degustarla en los chigres del
puerto o preparar una sardinada por nuestra cuenta en alguna finca o terraza
lejos de los vecinos, o si es inevitable su proximidad lo mejor será
involucrarlos en el festejo para evitar enemistades. De la sardina decía
Julio Camba que «no es para tomar en el hogar con la madre virtuosa
de nuestros hijos, sino fuera, con la amiga golfa y escandalosa. Las personas
que se hayan unido alguna vez en el acto de comer sardinas, ya no podrán
respetarse nunca mutuamente...». Sin compartir del todo estas aseveraciones,
probablemente con más sentido en la época en que fueron
escritas (hoy, ni las madres de nuestros hijos son tan «virtuosas»,
ni nuestras amigas tan «golfas»), sí convenimos en
que para comer a gusto una buena sardinada hay que elegir bien los cómplices
y hacerlo fuera de casa.
Es también temporada de bonito, cuya ventrisca asada en la plancha,
suave y jugosa, toma en Gijón carta de naturaleza. La chopa a la
sidra y las calderetas o parrilladas de pescado son también platos
típicos del verano gijonés, como los guisos de patatas con
tiñosu o con golondru, pescados otrora modestos y que hoy constituyen
un auténtico lujo. Las paellas de marisco, que sólo se parecen
a las mediterráneas en que también se hacen con arroz, tienen
aquí un punto más meloso y el sabor intenso de los mariscos
cantábricos que se emplean en abundancia y aun diría que
con derroche, pueden perfectamente incluirse entre las especialidades
autóctonas.
Como prólogo de la comida, o como simple picoteo para acompañar
unos culinos, no será difícil dejarnos tentar por unos chipirones
de potera o unos fritos de pixín, aunque unos buenos percebes o
quisquillas tampoco son mal entretenimiento.
Entre los postres, el de mayor tradición, por más que fuera
introducido por un pastelero vienés en la primera mitad del siglo,
es la charlota, tarta fría de nata sobre una base de bizcocho y
cobertura de chocolate. La tarta gijonesa es una creación mucho
más reciente pero que ocupa un lugar de privilegio en la repostería
local, y, si no somos llambiones, no faltará en ningún buen
chigre que se precie un queso bien madurado en las cuevas de la montaña
cabraliega.
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