Ramiro Valdés
<<El erizo es un extracto de mar, un hálito de borrasca,
una esencia de tempestades. Al primero que uno se toma, la boca no se
le hace simplemente agua: se le hace agua de mar, con todos los olores
y los sabores marinos. Y después de tomarse quince o veinte docenas
porque el tomar este marisco no es comer ni beber, sino respirar
en pleno océano-, la más fina langosta le sabrá a
uno a galápago y las mejores almejas a neumático de automóvil.
No hay marisco que sintetice el mar de un modo tan perfecto como el erizo,
...>> (Julio Camba)
Esta exaltada apología del ilustre escritor, gastrónomo
y bon vivant, tiene el valor añadido de haber sido hecha por un
nativo de Galicia, cuya mar regala cantidades inmensas de este equinodermo
que nuestros vecinos occidentales desprecian y para nuestro goce nos exportan.
Hasta los años 80, camiones repletos de oricios estacionaban en
la playa de San Lorenzo frente a la antigua pescadería, que hoy
alberga las oficinas municipales, y los vendían por paladas a precios
irrisorios; aunque con el paso de los años los precios fueron aumentando
en la medida en que disminuía el número de ejemplares contenidos
en la pala. Ahora los enlatan o congelan y se acabó el chollo,
aunque siga siendo un marisco asequible, tanto en las pescaderías
como en los chigres donde la sidra hace la perfecta compañía.
Hasta hace bien poco era Gijón el único punto de la costa
cantábrica donde se consumían oricios y aún hoy lo
hace en cantidades inmensamente superiores a cualquier otro lugar. Para
los gijoneses los oricios son mucho más que un alimento: una pasión,
un rito cuya celebración se inicia cada invierno y se mantiene
hasta la primavera. El templo donde tiene lugar esa orgía de sabor
es el chigre; crudos o brevemente cocidos no se concibe una oriciada como
dios manda sin la compañía de abundantes culetes de sidra
bien escanciada, y que no supere cuando menos la docena de ejemplares
por comensal. Hace algunos años me relataba mi hermano como en
una comida con un grupo de amigos en Arzak, uno de ellos en un arrebato
de nostalgia pidió una ración de erizos de mar que aquel
día se ofrecían en la carta. Ni que decir tiene la cara
de estupefacción que se le puso cuando vio ante si dos ejemplares
del preciado equinodermo, eso sí exquisitamente presentados, con
cuyo coste hubiera tenido en Gijón para pagar una oriciada a todo
el grupo. Y es que los oricios no precisan delicadas porcelanas ni manteles
de fina hilatura. La humilde loza y si me apuran la bandeja de acero inoxidable,
son continente adecuado, y un sencillo mantel de celulosa con algunas
servilletas del mismo material, liberan al comensal del sentimiento de
culpa de dejar la mantelería hecha unos zorros.
Para buscar erizófagos fuera de Asturias hay que viajar a Cataluña.
A pesar de que el erizo mediterráneo es mucho más insípido
que el de nuestras costas, los catalanes son grandes aficionados a los
erizos de mar, afición que quizás venga de la influencia
de los griegos que los consumían como aperitivo en cantidades apreciables.
Así lo atestiguan autores tan ilustres como Epicarmo o Ion de Quios.
Es más, el conocido chiste del aldeanu al que le sirven por vez
primera oricios y por ignorancia o falta de luces se los come con las
púas, ya era conocido en la antigua Atenas y atribuido a un embajador
espartano, pues los habitantes de Ática consideraban a sus vecinos
como a los Leperos de la Grecia clásica.
Los romanos, herederos del epicureísmo heleno, veneraban los erizos
como las ostras o la langosta. Ignoro si en la Noega prerromana los escasos
playos que poblaban las proximidades del Cerro de Santa Catalina ya comían
oricios, pero con los antecedentes expuestos es plausible suponer que
la erizofagia playa haya surgido entre las murallas de la Gigia romana.
En los últimos años el oriciu empieza a ser considerado
en la emergente cocina asturiana, como ingrediente de gran valor culinario
para dar carácter a las salsas. ¿Un hallazgo de la cocina
moderna? No es por fastidiar pero ya Escoffier los empleaba para una crema
para acompañar pescados, crème dourcins chàude,
a base de una bechamel que incorporaba las huevas de los oricios, que
también utilizaba para una sauce à la purée dóurcins
en la que la parte limpia del erizo se incorporaba a una mayonesa para
acompañar crustáceos, y es que no hay nada nuevo bajo el
sol.
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