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SIDRA/HISTORIA

LA SIDRA, UNA HISTORIA LIGADA A ASTURIES.

Por David M. Rivas

(Documento del Curso de Verano de la Universidad de Oviedo 1997)

Símbolo de identidad, reclamo turístico, sector económico con pasado pero no se sabe si con futuro, la sidra forma parte de lo que todo el mundo liga a Asturies. Posiblemente sea la sidra uno de los referentes más importantes de lo asturiano, tanto para los propios ciudadanos de este pequeño país como para los que lo visitan o, cuando menos, saben que existe. De hecho, como escribiera Francisco Luque:

"En el rincón más remoto
una fiesta has de encontrar,
no te faltará la sidra,
tampoco con quien bailar"

Parece ser que el vocablo asturiano sidra procede del griego sikera, que, a su vez, es una traducción que los escritores helenistas realizaron del hebreo. Más tarde, el latín asume tal palabra como sicera y, a partir de ahí, se extiende por el orbe romano. Una vez llegado el vocablo a Asturies, éste -explica Sánchez Vicente- empieza a pronunciarse como sidsra para terminar articulándose como sidra, o sidre, que es la variante oriental.

No obstante, no creamos que la sicera latina era, necesariamente, nuestra sidra actual, sino que hacía referencia a cualquier bebida alcohólica distinta del vino.

Pero, en fin, dejémonos de disquisiciones lingüísticas. Nadie duda de que la sidra es una bebida típica asturiana, diurética, refrescante, ligeramente embriagadora, colectivista, popular. Pero ese zumo fermentado de la manzana ha pasado por tantas vicisitudes a lo largo de los años que escribir su historia, es escribir, cuando menos, parte de la historia de Asturies y, desde luego, gran parte de la intrahistoria.

El manzano, todo el mundo lo sabe, representa la ciencia y el conocimiento en la tradición judeocristiana, en la que, entre una mujer y una serpiente, y con el mórbido mordisco de la fruta, sacaron al hombre del paraíso. ¡No sé qué pensar de cosmovisiones que consideran que el paraíso es la ignorancia!. Del mismo modo, también todo el mundo sabe que la manzana introdujo la discordia entre los dioses griegos -la verdad es que fue cosa de diosas y del apuesto Paris-, conflicto familiar que finalizo con la destrucción de Troya a manos de los protegidos de la vengativa Atenea.

Pero, por paradójico que parezca, no todos son conocedores de que, en las brumas primordiales de la historia de Asturies, los celtas consideraban al manzano como el árbol del amor y a la manzana como la fruta de la suerte. De hecho, el dios Lug hizo entrega a los hijos de Tuirean de tres manzanas que procedían de las huertas de las Hespérides, como preciado regalo por haber dado muerte a Cian. De otro lado, también es conocido que los druidas celtas se reunían a la sombra de sus manzanos sagrados, como sucedía bajo las ramas del Ynys Afallach bretón y del Emain Ablach irlandés; tenidas a las que se entregaba también el célebre Merlín, como puede leerse en la literatura artúrica.

Si cortamos una manzana por su ecuador, descubriremos la estrella de cinco puntas donde se alojan las semillas. La estrella de cinco puntas, también llamada pentángulo, que ya se muestra en la flor rosada de cinco pétalos, es el símbolo del hombre: a los cuatro elementos se añade como quinto el espíritu, que eleva al hombre por encima de la naturaleza.

El pentángulo -anglicismo procedente del vocablo pentangle- también era conocido por los celtas como pie de las drudas, que son espíritus nocturnos femeninos, y constituía, sobre todo, una señal mágica para ahuyentar el mal y para gozar de poder sobre la suerte.

Por otra parte, si cortamos la manzana en vertical, por su meridiano diríamos para mantener el simil geomórfico, observaremos la forma del sexo femenino, la vulva madre, tan representada en las iglesias medievales asturianas. De este modo, en la pulpa de la manzana está incluido el amor que nutre y se entrega, y la fuerza capaz de expulsar el mal y eliminar las desgracias. Esta es la clave esotérica de todas las grandes religiones. No es de extrañar que Newton -un gran científico, pero a la par un gran conocedor del pensamiento iniciático- se valiese, como Eva y como Afrodita, de una manzana. Y si en la pulpa de la manzana se encuentra el amor, en la sidra, amor fermentado, se puede hallar la esencia sagrada del hombre representado en la estrella de cinco puntas, esa estrella que también se forma cuando el preciado líquido golpea el vaso. A este respecto, Valentín Andrés Álvarez explica luminosamente la cosmología en la que se envuelve la sidra. Así escribe el último de los grandes economistas asturianos:

Se echa alta, muy alta, y revuelve en el vaso una niebla dorada; luego espalma y de la espuma surge una estrella; y después de bebida y bien paladeada se forjo el bebedor un mundo alegre y optimista, a la medida de su gusto, un mundo hecho para su uso particular pero creado en toda regla por breve evolución cosmológica, que se inicia al revolver la sidra en el vaso, la nebulosa, de la nebulosa la estrella y de la estrella el mundo.

Pero Álvarez añade que se trata de:

un mundo tan lleno de optimismo y de entusiasmo emprendedor que si todos los grandes proyectos imaginados ante una botella de sidra se realizasen, Asturias sería un verdadero Edén y la redención plena del pomar lograda, pues si por la manzana perdimos el paraíso, por la sidra volveríamos a él.

De todos modos, la sidra no acompaña rituales excesivamente místicos, sino que es bebida para festejar triunfos guerreros, celebraciones nupciales o fechas saladas en el inconsciente colectivo popular. Así como el vino es cosa de sacerdotes mediterráneos, la sidra es cosa de héroes y villanos del paganismo atlántico.

Es por eso por lo que el paraíso para los guerreros de aquellas viejas y bárbaras naciones atlánticas no era sino un lugar cálido, poblado por mujeres extraordinarias y donde la sidra y los aguardientes fluían como ríos. ¡Cuán diferente es esta tierra ansiada con aquella otra de la Biblia, cuyos ríos eran de leche y de miel!.

Cuando aquellos héroes morían pasaban a un paraíso de espicha y tonada, además de sensualidad a raudales. Sólo hay que recordar que, como se recoge en las leyendas artúricas, en la isla de Avalón los semidioses célticos solamente bebían sidra.

Pero, en fin, ¿desde cuándo la sidra acompaña el ritmo vital de los asturianos?. Los romanos, en sus descripciones acerca de Asturies - detalladas y veraces tantas veces, y presas de la imaginación otras tantas- ya nos hablan de la sidra. Entonces, aquellos paisanos nuestros, al parecer tan belicosos, bebían el ambarino néctar de la manzana, la fruta que, al hipotético oeste del Edén, también representó el poder, la gloria y la pasión por el conocimiento. Tengo por seguro que los astures bebían sidra. Estrabón lo afirma en el año 60 antes de Cristo, por más que lo haga en una cita tremendamente controvertida. Dice Estrabón que los asturianos de la época bebían zytho. Pero, ¿qué es o puede ser el zytho?. Lo único que se sabe es que zytho etiam utuntur, vini parum habent, que no es decir, precisamente, mucho. Ese brebaje podría ser cualquier bebida fermentada procedente de cereales o de frutas. El gran geógrafo no nos deja mucha luz para iluminar nuestro pasado, pero, como afirma Fernández Ochoa, cuando nos habla de las excavaciones del Xixón romano, lo más probable es que el zytho fuera nuestra sidra actual. El vino era escaso, y así lo hace constar Estrabón -quien dice que los ástures solamente lo tomaban en fiestas familiares-, mientras que, por el contrario, las manzanas eran abundantes, tal y como afirmó Plinio.

De otro lado, la cebada también era escasa en Asturies. Y, por si esto fuera poco, la bebida obtenida por fermentación de cebada tenía una palabra propia: kervesia. Esta palabra, procedente del céltico galo, era utilizada por los romanos, dando origen a la actual cerveza. Pero ni Plinio ni Estrabón la intercambian con la palabra zytho. En definitiva, los asturianos venimos bebiendo sidra, por lo menos, desde un siglo antes del comienzo de la era cristiana. Es decir, desde hace más de dos mil años. Y no creo que nadie venga a contradecir a grandes observadores como Plinio y Estrabón -aunque alguna mentira se detecta en sus textos- ni a los mucho más veraces Perfecto Rodriguez Fernández y José Antonio Fidalgo.

A pesar de la feroz resistencia, de los sacrificios rituales -exagerados por los romanos, creo yo, porque eso de matar animales siempre en número de diez me parece excesivo-, de los suicidios colectivos -esto ya puede ser verdad, si atendemos a ciertas tendencias autodestructivas de la identidad asturiana que son visibles hasta el día de hoy- y de otras muchas costumbres, como la de beber sidra, los romanos acabaron ganando la guerra.

Se instalaron latinos, galos y algún que otro germano. Los legionarios recibirían -digo yo- lotes de tierra, lotes que, sin duda alguna, incluían pumaraes. Y, claro está, se quedaron.

Después llegaron los árabes, bereberes y magrebíes. No cruzaron el mar pequeño en pateras. Por aquel entonces, éllos poseían la cultura estéticamente mejor construida. Nada ni nadie se les oponía porque con ellos llegaba la tolerancia, el arte y la costumbre de lavarse todos los días. Pero un puñado de montaraces vadinienses decidieron no aceptar tanta civilización.

Son muchas y variadas las opiniones acerca del porqué de tal resistencia. No parece que fuera la cosmovisión cristiana la que, con ardor redentorista, alentase en los pechos de los del Auseva. En pleno siglo XV, el rey de las Españas aún se quejaba del paganismo de los de Asturies, a los que trataba de indios. Tampoco es muy verosímil que decidieran reconstruir el reino visigodo de Toledo porque habían odiado hasta lo indecible a tales godos -que jamás soltaron las tierras de Asturies porque los ástures, con sus lanzas y sus piedras, no se la permitieron- e incluso parece difícil que nuestras gentes supieran dónde estaba tal ciudad capitalina.

Hay autores como Paco Ignacio Taibo -muy criticado seguramente por circunspectos historiadores- que afirman que cómo se iban a dejar dominar los de Asturies por gentes que no comían cerdo y, desde luego, incapaces de, en lógica evolución, inventar la fabada siglos después. Me inclino a pensar que algo de esto sucedió.

Pero, si me inclino hacia lo anterior, no puedo dejar de hacerlo también hacia la posibi- lidad de que tampoco aquellos recios paisanos estuvieran dispuestos a aceptar el dominio de gentes que no bebían y, desde luego, que no bebían sidra. Si a los doctos romanos les extrañó tal bebida y a los legionarios les gustó tanto que fueron capaces de quedarse en clima que, en el caso de los latinos, era tan diferente al suyo, para dejarnos la lengua y alguna piedra trabajada -escasísimas, por más que les pese a los latinistas-, mucho más les debió extrañar a los ástures que otros no bebieran nada, salvo agua, por muy apreciada que esta sea en los parajes desérticos.

Y aquí, con los de Pelayo y Favila -¡pobre oso, qué indigestión!- dejamos las apasionantes brumas de la leyenda para adentrarnos en la historia. En la Edad Media la sidra aparece en multitud de documentos. Era lógico. Una bebida que llevaba entre nosotros un largo milenio y que, sin duda, había alentado ardores patrios en el seno maternal de Cuadonga, seguía presente en aquella pequeña nación orgullosamente independiente.

Incluso en el acta fundacional de Uviéu se habla de vineis, pomiferis,

Pero podemos encontrar otros muchos ejemplos entre los siglos VII y XI:

vineas et pomifera (año 793),
et pomares et vineas (863),
vineas, pomares (863),
pomares, vineas (889),
pomiferis, vineas (951).


Pero, ¿dónde se habla de la sidra?, ¿dónde está el vocablo sicera o el fonética sidsra al que ya hice referencia?. Efectivamente, no se habla de la sidra sino de la manzana, de su madre natural. Pero, como muy bien explica Sánchez Vicente, esta yunción léxica sistemática entre la vid y el manzano responde a que los escribientes agrupaban ambas especies por la similitud de su función, que no era otra que la de producir bebidas alcohólicas.

De otra parte, la sidra, como tal, también aparece en los documentos medievales. Allá por el año 780, cuando se funda el monasterio de Oubona, aparece la obligación de dar a los siervos sicere si potest esse.

Por otro lado, en el siglo X, parte del precio de determinados bienes muebles se paga en sidra. Y en 1155, el Fuero de Avilés dice textualmente:

toth omne, qui pone aut sicere aver a vender, véndalo.

Más de cien años después, en 1280, un tal Arias Petrus, deja en testamento que por su alma se den veinte soldadas de pan y sidra. Si con pan y vino se anda el camino, con pan y sidra se alcanza la gloria. La sidra, no sólo entra en su segundo milenio como bebida nacional, sino que, además, es viático celestial, palabra de paso para la eternidad.

Desde esta época medieval hasta bien entrado el siglo XVII, la sidra continuó siendo la bebida asturiana por excelencia, aunque siempre compitió con el vino, importado del exterior y, en ocasiones, llevado hasta las regiones sidreras desde los concejos del Navia, el Eo y el Narcea. Pero parece ser, y así lo muestra Xovellanos, que el consumo de sidra quedaba reducido a determinadas fechas y, especialmente, a la romería de la parroquia.

Ya en el siglo XVIII, Bruno Fernández Cepeda escribió un largo poema titulado Bayura d'Asturies. En él, se exalta la riqueza de esta tierra, en la que los salmones se cogen a patadas, las peras son como melones, las lubinas... ni se miden, las vacas ubérrimas y un largo etcétera. Y, por su lado, las manzanas sabrosísimas, lo que permite gozar de una sidra maravillosa:

¡Qué sidre d'elles se fa¡
¡Qué savrosa, qué dorada!
¡Y como el cuerpu calienta!
¡Como refocila l'alma!


El que emburrio dos pucheres
quedose com'una pascua,
falatible y gayasperu,
sin sede n'una semana.

Y non piense: qu'ella sola
enriquez al que la faga,
da don al que non lu tien
y horros y cases levanta.


Si bien es cierto que Fernández Cepeda escribe su poema en el siglo XVIII, cuando el campo asturiano -y con éste el país entero- comienza su transformación, lo cierto es que la Asturies de entonces era extremadamente pobre. La subalimentación era generalizada, lo que provocaba enfermedades y mortandad sin cuento; y ahí están los informes médicos de la época, como los recientemente publicados acerca de Tinéu.

Aquella pretendidamente idílica y fértil Asturies, no sólo expulsaba a sus hombres hacia Castilla o hacia el horizonte del otro lado del mar, no sólo contemplaba como morían sus niños en las cunas, no sólo veía dividirse las tierras hasta lo indecible. Aquella Asturies veía cómo sus paisanos no podían ni siquiera beber sidra.

Mientras Fernández Cepeda se deleita en el verso, el médico Gaspar Casal observaba que la dieta asturiana desconocía el pescado, la carne, el pan de trigo y el vino. Lo mismo había anotado el inglés Townsend -uno de aquellos curiosos impertinentes- en sus diarios de ruta.

Por tanto, nos encontramos en esta época con un consumo de sidra popular -los ricos no gustan de tal bebida- y, por tanto, extendido entre los de Asturies, pero sólo alcanzable en fechas señaladas.

Pero esta bebida de pobres y de cuando en cuando, ¿qué precio tenía?. A finales del siglo XVI Luis de Valdés refiere cuánto le costaba al consumidor: 16 maravedíes la azumbre. Y esto, ¿es mucho o poco?. Veamos lo que dice Valdés acerca de otros productos. Escribe:

Los capones, que cuando más caros valen a 2 reales cada uno; las gallinas suelen valer a real y medio y a dos reales, los huevos, por las aldeas, a cuatro el cuarto y a ocho y desde que van de la Corte por ellos vale un maravedí en la ciudad de Oviedo; los pollos a ocho maravedís.

José Antonio Fidalgo, hábil cuntitativista, explica que como una azumbre equivale, más o menos, a dos litros, un litro de sidra costaba lo mismo que un pollo. Esto lo realiza a través de un cálculo que yo no llego a entender porque se me escapa la conversión de maravedíes a reales. Pero, en fin, sea aceptado, porque no seré yo quien enmiende la plana a quien fue mi profesor de física en la Inmaculada, en aquel Xixón de Quini, Churruca y Megido.

En definitiva, el precio del litro de sidra, tomando el precio del pollo como numerario, es algo más bajo en 1997 que en el siglo XVI. Claro que los pollos del XVI eran mejores, más escasos y todos, absolutamente todos, eran de aldea. Hoy cuesta menos un litro de sidra que un pollo, pero vale más un litro de sidra que esa amalgama de plástico y grasita amarilla con apariencia de ave.

Sea como fuere, los asturianos de estos duros siglos no podían beber mucha sidra. Claro que tampoco podían comer muchos pollos. Por eso, si compartimos la pasión que José Montera vuelca en sus cantos a la sidra, mucho nos temeremos que, con la edad dorada y primordial, entre las brumas de un pasado semisalvaje que podemos creer paradisíaco o bajo los arcos triunfales de Ramiros y de Alfonsos, se había ido el buen beber. Escribía Montero en 1918:

Agrio vino de manzanas,
agridulce vino de oro
de las viñas asturianas,
cuando escancia tu raudal limpio y sonoro


en las jarras aldeanas
una moza con los labios encendidos de coral,
tu áureo néctar beberían,
por tu gloria brindarían,
y su espada y su talante rendirían
los arqueros de Son Jorge
de los cuadros de Franz Hals.

Repito lo dicho: si sentimos con el poeta, podríamos convenir que, tal vez, las tribus astúricas y los vasallos de los reyes asturianos vivían mejor que los aldeanos y protoproletarios del siglo XVII, porque bebían mejor.

A partir de finales del siglo XVII y, sobre todo, en el siglo XVIII, la estructura económica asturiana comienza a mortificarse. Se introducen muchos cambios, algunos de ellos tecnológicos, pero, especialmente, será la llegada del maiz desde las Américas lo que explique el crecimiento demográfico y el incremento de la renta. Casonas, palacios y hórreos se multiplican por Asturies, especialmente por los valles centrales del país.

La situación general, la renta media familiar, continua siendo igual de mala, pero, poco a poco, algunos grupos sociales, situados en sectores económicos en expansión, provocan tirones de la demanda. Y uno de los productos cuyo consumo se ve favorecido por este comportamiento es la sidra.

Xovellanos nos cuenta como, en esta época, las plantaciones para sidra crecen -dice de forma textual- prodigiosamente. En su informe sobre la ley agraria, escribe que las huertas de naranja de Asturias, y aún muchos prados y heredades, se convirtieron en pomaradas por el aumento del consumo y precios de la sidra.


Los cítricos, exportados a Inglaterra desde un siglo antes y que aún se exportarán hasta prácticamente el siglo XX, son arrumbados por el viejo manzano de los celtas. La pulpa desplaza al gajo. Puede que el amor haya triunfado.

El proceso de expansión de la manzana debió ser impresionante -recordemos que Xovellanos emplea la palabra prodigioso-, puesto que la oferta no sólo satisfacía una demanda creciente, sino que se comenzó una fuerte exportación a América, Galicia, Vizcaya y Santander. De hecho, del total de productos alimentarios embarcados en Xixón en la última década del XVIII, entre un cincuenta y un cien por cien correspondía a la sidra, según los años.

Vuelve José Antonio Fidalgo a analizar los precios, en un intrusismo profesional que ya empieza a preocuparme. ¿Acaso yo hablo de los kilopondios necesarios para mayar?. Parece ser que durante todo el siglo XVII la sidra había costado lo mismo: seís maravedíes el cuartillo. No lo comprendo, porque las tensiones inflacionistas ya existían en esa época, pero, nuevamente, acepto la opinión magistral. Pero prometo estudiarlo.

En el siglo XVIII los precios suben. Si a eso añadimos el incremento del consumo, el resultado es que aumentan las ganancias de los productores, los cuales, según Gonzalo Anes, hacían frente a la renta de la casería con lo obtenido de la venta de manzanas y de sidra. Este dato que aporta Anes es muy importante, porque dos de las razones que explicaban el atraso secular del campo asturiano eran el escaso número de campesinos propietarios y el elevado coste de los arriendos. No hay que olvidar que Xovellanos proponía para Asturies, entre otras cosas, la potenciación de una clase campesina de pequeños propietarios, capaces de realizar la revolución productiva que había tenido lugar en Francia. ¡Todo un fisiócrata a veces, don Gaspar Melchor¡.

De ahí que a la sidra, junto con el maiz y las inversiones extranjeras, se le debe en parte la acumulación de capital que iba a hacer posible la primera industrialización. Aunque en Asturies no se produjo exactamente lo que Marx definió con gran corrección como acumulación originaria, lo más aproximado a tal concepto se le debió, en gran medida a la sidra.

Xovellanos y su Sociedad Económica de Amigos del País de Asturias también están muy preocupados por potenciar la industria popular, la artesanía y la tecnología en el campo. A este respecto, el sector sidrero y manzanero presenta una enorme virtualidad para desarrollar toda una serie de sectores afines y anexos: carpinteros, talladores, transformadores de lino, recueros, herreros, toneleros, etcétera. También a este respecto, el sector fue apoyando la consolidación de diversas actividades que luego serán de vital importancia para la revolución industrial. El saber hacer del siglo XVIII cristalizará en la cualificación profesional del XIX y del XX.
En definitiva, parte de nuestro progreso industrial fue propiciado por la gran afición a la bebida que siempre tuvimos los asturianos. Convendría a los moralistas de toda laya revisar sus opiniones, juicios y prejuicios pretendidamente objetivados. Parece lógico que, en este preciso momento histórico, la sidra sea celebrada por todos lados y sus virtudes se alaben en todas partes, incluso en documentos oficiales. Así se puede leer en los archivos de Avilés:

La sidra de Asturias es más necesaria que el vino; unas veces se hace de ella comercio, y prueba perfectamente a los naturales, lo mismo que la cerbeza o los Yngleses y Vizcaynos. Su gusto es más agradable que el de ésta y aún que el del vino, estando bien cocida y sazonada fortifica los espíritus, caliento el estómago y templa al mismo tiempo la sangre, produciendo en el cuerpo humano efectos maravillosos que no tiene el vino.

Sólo nos queda por saber si aquella sidra dieciochesca era buena o mala. !A ver si va a resultar que los asturianos del despegue económico bebían más que sus abuelos pero mucho peor!. De nuevo tenemos que acudir a Townsend quien dice, sin sonrojarse, que la sidra asturiana es peor que la inglesa. Y añade que se le presta poca atención, no se deja a la manzana que esté suficiente tiempo en el árbol, ni se escogen las mejores especies, ni se las deja destilar bastante; no se arrojan los frutos malos ni se traslada la sidra cuando se está aclarando. Además, observa que el muérdago (nuestro mítico, amoroso y entrañable arfueyu) crece a sus anchas en los manzanos.

Panorama desolador. Sidra mala, sidreros peores y cosecheros pésimos. No sé que pensar de esta observación y seguro que debería matizarse. Al fin y al cabo, nuestro impertinente proviene de un país donde comen riñones con mermelada, hierven la carne de buey en salsa de menta y untan el pan con crema de cacahuetes. No obstante, un autor tan poco sospechoso de antiasturianismo como Sánchez Vicente, dice que, por lo que podemos saber sobre la forma de elaborar la sidra en Asturies, la opinión de Townsend no seria -dice textualmente- del todo desatinada.

¡Pobres del viajero inglés y del político y escritor asturiano si los coge, a última hora de una romería, el poeta Marcos del Torniello!.

A min naide me retruque
nin me lleve la contrario
cuandu falo de la sidra
que se bebe na quintana.

No obstante, Caunedo y Cuenlla, cohetáneo de Townsend, afirma que la sidra de Villaviciosa es la mejor de toda Asturies y que sería difícil encontrar en toda Europa otra de igual calidad. Añadamos, aprovechando un muy afortunado eslogan publicitario que... posiblemente.

Y, sin duda, quien se atreve a ir más lejos en la defensa de la sidra asturiana es la francesa Toussaint-Samat, la cual, en su tratado enciclopédico acerca de la historia de la alimentación dice que, aunque Francia, Irlanda, Inglaterra, América del Norte, Suiza, Austria y Luxemburgo producen sidra, la mejor de todas desde hace quince siglos es la sidra de Asturies.

Compañeros, lo dice una francesa.- al menos desde la débil frontera entre la antigüedad y el medievo, nuestra sidra es la mejor.

El siglo XIX representa otro salto hacia adelante de nuestra bebida nacional. La emigración ultramarina -que impulsó nuevos mercados- y el aumento de la población asturiana y de la renta interior serán los elementos aceleradores. Por lo que respecta a los exiliados por motivos económicos -no veo razón para no calificar así a quienes, aventureros al margen, son expulsados de la tierra en que nacieron-, éstos provocaron un fuerte crecimiento de la sidra achampanada.

Esta sidra achampanada acabaría siendo uno de los productos más conocidos de Asturies, hasta el punto de que hoy, en 1997 y en la capital del Reino de España, donde hay chigres asturianos por cientos, muchos madrileños no conocen otra sidra que aquella. Cumpleaños, bodas, fiestas navideñas, jolgorios deportivos, todos se riegan con la sidra creada para nuestros emigrantes de allende el Atlántico. Así como la sidra fue la bebida de las clases populares en siglos pasados, así la achampanada lo es en la actualidad, sobre todo tras las fronteras de Payares. Es el cava democrático.

¡Chachu, pon una de zampan¡
¿De la viuda?
Cagonmimantu, ¿morriera'l gaiteru?

Pero volvamos al hilo conductor. Mientras miles de asturianos se asentaban en América, en Asturies corrían vientos de industrialización. Y en este devenir, la sidra siguió su camino. Del cuenco de madera se pasó a la jarra de barro, y de ésta a la botella de casi mil centímetros cúbicos, verde y oscura como la tierra.

La aparición de la botella de sidra es símbolo de industrialización. Ya a principios del siglo XIX se instaló en Xixón, concretamente en El Natahoyu -el primer barrio obrero de la villa- un horno destinado a fabricar botellas para sidra. Este horno se trasladó después a Begoña y en 1843 lo adquiere la sociedad la Industria, fundada por Anselmo Cifuentes, Mariano Pola y Luis Trueba.


La vieja fábrica de cristales, como era conocida en Xixón y cuyas ruinas aún llegué a conocer yo, habiendo roto más de un pantalón jugando en sus solares, produjo miles de estas botellas, más pesadas y regordetas que las actuales -fabricadas fuera de Asturies (¡ay, ay, soberanía!)-. Aquella fábrica, es uno de los grandes referentes de la industrialización decimonónica.

También la vidriera gijonesa fabricó los vasos. La jarra campesina sucumbía y una nueva era se abría. Aquellos vasos pesaban casi medio kilo y tenían una capacidad del medio litro, siendo gruesos y varillados. Después se volvieron lisos y acabaron convirtiéndose en el modelo que hoy conocemos. Nuestro vaso y su potencialidad para poder escanciar, ese vaso de toda la vida, resulta tener una historia de cien años. Una gota en el océano de una historia, la de la sidra, de dos milenios.

Cualquiera que contemple fotografías de romerías asturianas a lo largo de este siglo que ha discurrido, verá que todo es diferente: los palos, las monteras, las boinas, las faldas de las adolescentes, los gaiteros, las horas de jolgorio, la sensualidad en el baile, la música... Todo menos una cosa: las botellas de sidra. Dice el ritual católico que donde quiera que varios se reúnan en torno al nombre de Cristo, él estará en medio de ellos. No quisiera parecer blasfemo -lo que muy poco me preocupa- ni mucho menos irrespetuoso con las creencias - que eso, irrespetuoso, lo aseguro, no lo soy-, pero déjenme decir que así de sacrosanta es la botella de sidra. Allí donde se invoca a Asturies, allí, en medio, está la botella de sidra.

Pero, volvamos a la revolución industrial. Si la sidra había sido, desde siempre, la bebida campesina -cotidiana o festiva, según las épocas y las rentas-, a partir de mediados del siglo XIX se transforma en proletaria. La hoz y el martillo, la unión de obreros y campesinos, encuentra refugio en torno a un par de botellas de sidra. Casi se me olvida decir que yo siempre oí pedir la sidra por pares de botellas. Grandonismo, supongo.

La sidra congregó a los obreros -esa estirpe que en Asturies se niega a morir- y los chigres - ¡ah, el chigre!- se convirtieron en bestias negras de las patronales. Allí se conspiraba. El chigre fue denostado por muchos moralistas, aduciendo que la sidra que en ellos se bebía, arrastraba a los trabajadores hacia la molicie y la vagancia y, aún más, hacia la criminalidad. Pero tengo para mí que aquella burguesía que sólo fue revolucionaria durante una década, para pasar a ser profundamente reaccionaria y, además, de pésimos gustos estéticos, lo que temía del chigre era su carácter societario, y de la sidra su estética colectivista.

Ya en 1533 el obispo Rojas y Sandoval prohibiera dar de beber en los entierros -prohibición que no afectaba a los familiares del finado hasta en un cuarto grado- porque aquellas honras fúnebres acababan siendo bacanales o, al menos, eso pensaba el piadoso personaje. Dos siglos después, el obispo González Pisador reiteraba semejante prohibición.

Nadie pediría a la iglesia que celebrara sus ritos con sidra en vez de con vino, o mucho menos que los realizaran sin el espiritual alcohol, pero de ahí a no dejar beber en los entierros media un abismo. ¡A ver si al final el único que iba a poder beber en un entierro era el señor cura ... !

Y en plena efervescencia reaccionaria, persa e inquisitorial, bajo el cetro de aquel sátrapa a quien Dios confunda, Fernando VII, de la casa de Borbón, el Ayuntamiento de Uviéu promulgaba una ordenanza de horarios de taberna en la que calificaba, así, con claridad, que quien la contraviniese sería procesado por vicioso y delincuente.

Por su parte, en 1916, Benigno Santamaria es totalmente brutal. Decía, textualmente, que los pescadores asturianos eran pobres porque bebían una media de seis botellas de sidra al día. Y, por si fuera poco echar la culpa a la sidra de la pobreza de los hombres de la mar, añadía un comentario tacaño y lleno de incomprensión. No sólo aquellos marineros bebían mucho sino que, además, tiraban la tercera parte de la sidra, aunque, eso sí, debían pagarla en su totalidad. Ahí va el retrato del pescador de la mar de Asturies: borracho, pobre y despilfarrador.

Sin embargo, Pascual Pastor, quien a finales del XIX atribuía sin empacho al consumo de alcohol la criminalidad de la clase obrera, debe reconocer con humildad -y seguramente con mal disimulada contrariedad- lo siguiente:

No es de nuestra Inspección examinar si el consumo de la sidra por las clases obreras las dispone o no a la holganza y a la criminalidad, pero si a juzgar fuésemos por la estadística que hoy tenemos, se notaría que en el Concejo de Villaviciosa, el principal donde se cosecha el licor, es el que menos ocupa a los tribunales. Pero lo cierto es que, al margen de lo que sucediera en la vieja Maliayo, en Xixón muchos cayeron abatidos por puñal o por pistola entre el aserrín y la sidra de los suelos de los chigres. Pero dudo que la culpa fuera del néctar de la manzana, cuyos efectos suelen ser faltones pero no violentos, sino más bien del pistolerismo de una patronal cerril y de la respuesta armada -y muy justa, creo ya- de los sindicatos.

También la sidra y el abuso que los naturales de esta tierra hacían de ella era objeto de atención por parte de los médicos. Pero, en general, los sanitarios no abominaban tanto de nuestra bebida como de otras, tomando en consideración sus muchos efectos benéficos: diurética, previsora de enfermedades coronarias, reanimadora. Incluso llegó a prepararse una sidra ferruginosa en el siglo XIX, bebida fabricada por la farmacia ovetense de García Braga.

Tradicionalmente, los asturianos venimos teniendo una fe grande en las virtudes de nuestra sidra. Siempre fue considerada una bebida sana, sin aditivos, sin compuestos químicos. Solamente se desaconsejaba su ingesta a las mujeres lactantes porque existía la posibilidad de que se les cortara la leche de los pechos, sobre todo si la sidra era particularmente ácida.

Es más, siempre se afirmó, como recoge Vital Aza que la sidra no llega a emborrachar, sino que solamente alegra:

Si un hombre que ha bebido unos culetes
llego a su casa y le pega unos cachetes
a la señora madre de su esposa
que -como todo el mundo sabe- es una arpía,
eso no es borrachera,
es aleqría

Sin embargo, ante la evidencia de que algunos se emborrachan con la sidra, la explicación es clara: no saben mearla. Si la sidra no se mea bien, las consecuencias de su ingesta pueden ser problemáticas. Pero, desde luego, eso no es atribuible al noble fluído de la manzana, sino a una tara personal -frecuentemente hereditaria- del consumidor.

Claro que en pocas ocasiones se. llegan a prescripciones médicas tan radicales como las de Teodoro Cuesta. Esto explicaba el poeta de Mieres a su amigo Diego Terrero en su polémica versificada y titulada Andalucía y Asturias:

Aquí con rica manzana
escoyida, de raneta,
llénense cien mil toneles
y bébese por tarreña
que fará diez mil dedales
o cañitas de to tierra.

Aquí cuando la salú
Pierd'el home, y la pelleya
está a punto d'entregar
co la boquiá postrera,
lo que se fay ye llevalu
en coche, caballu o yegua
deprisa a Villaviciosa,
la flor, la mapa, la reina
de les villes d'esti mundo;
la que más llagares cuenta
que garbanzos da Castilla
y granos d'arroz Valencia.

Ond'al vellu, toi seguru...
pa qu'el tiempu no i provezca
d'amigos se ve rodiau...
y en una espicha soberbia
cuando arranca la tenaza
el taruquín de madera
y el chorru se ve de sidra,
solo con arrecendello,
con mirallo tan siquiera,
come com'un topineru,
sanu y contentu se queda.

Y decía en otro apunte, perteneciente a otro poema de su larga obra:

Sidra... remediu devinu
qu'al mortal la vida allarga
y troc'al primer sorbiatu
la señaldú'n dolce calma.

Yo non sé por qué los méricos
viend'un probete na cama
que s'encueye o s'enduviella
co la máquina alteriada,
como'n sin perder menutu
no-i cuelen pe la garganta,
encioyando-i un embudu,
de sidra una bona xarra.

Non hay fiebre, llatidura,
cipela, niervu, nin llácara
que non fuxa, si arreciende
el zumu de la manzana.

Un siglo más tarde, Bernardo Guardado afirma que dejar de beber sidra no se debe hacer, por más que un médico lo aconseje:

Tal cosa ye renunciar
dafechu a l'asturianía
que tan orgullosa llera
nel fondón del alma mía.


Y esu si que non, doutor,
enantes de pagar tal prima
por conservar la peyeya,
¡que vaiga'l diañu la vida!.

No obstante, la mejor defensa del consumo de sidra se encuentra en el siglo XVIII, en la obra de aquel ilustrado que, por ilustrado precisamente, consideraba a Asturies un país bajo la soberanía de un Reino, artificial por tanto, aunque él aceptara de grado tal sistema administrativo. Me refiero a Xovellanos. La sidra, decía, puede que emborrache y que perjudique a algunas personas, pero es la bebida nacional. Así escribe el gran gijonés sobre la expansión del manzano de sidra:

Muchos opinan contra la preferencia dada a este cultivo, fundados en que con la sidra han aumentado los borrachos. Yo no pienso con ellos en cuanto a la razón en que se fundan. Si el pueblo ha de beber vino malo, caro y traído de fuera, ¿no es mejor que tengo un licor propio, más sano y más barato, con que emborracharse?

Los grandes economistas, ya lo vemos, están lejos de aquella ciencia lúgubre que, en palabras de Schumpeter, es la economía. Si Valentín Andrés Álvarez nos recuerda la cosmología de la sidra escanciada, Xovellanos no se queda atrás: la sidra es más sana que el vino, más barata y, además, del país.

De vuelta al siglo XX, con el tiempo, también los sindicatos llegaron a coincidir con sus enemigos de clase y abominaron del chigre. A este respecto, la literatura anarcosindicalista es prolija. Allí, en la humedad un tanto ácida, el proletariado caía en manos de la vieja diosa manzanera y olvidaba que era el sujeto de la revolución, el germen del hombre nuevo de Marx y de Bakunin. No obstante, se cuenta que, en una ocasión, un grupo de obreros empeñaron la mesa de reuniones del Comité Local de la CNT gijonesa para ir a tomar sidra a la romería de Granda.

Pero, en fin, poco duró tal polémica entre la sidra subversiva y la sidra alienante. Franco - uno de los más preclaros ejemplos abstemios de la galería española- ganó una guerra que duró cuarenta años y todo cambió. Y la sidra fue cayendo, recluyéndose en los paladares de viejos recalcitrantes y en las atrasadas aldeas.

La cafetera lo arrasó todo. Recuerdo a mi abuelo Manolo, un playu muy sidrero -y miembro, en su día, de la CNT, lo que matiza muchas cosas anteriormente dichas-, debatiendo sobre calidades mientras la generación de mis padres o de mis primos mayores sonreía con un vino en la mano o apoyada en una barra tipo serpiente -snack dicen otros- donde reposaban combinados variopintos.

En 1969, el Secretario del Sindicato Provincial de la Vid, Cervezas y Bebidas -curio- so sindicato vertical que, a fuer de fascista y españolista, coloca la sidra en un genérico bebidas- describía un atroz panorama:

No me recato en considerar que estamos en un momento crucial, en que el aumento demográfico español, el mayor poder adquisitivo de la misma, el rapidísimo cambio de costumbres, sobre todo en las que afectan al consumo de sidra natural, al disminuir los chigres y aumentar las cafeterías, y dada la enorme variación del gusto de las nuevas generaciones, impuesta por la masiva publicidad de determinados bebidas exóticas y nacionales ha hecho que el descenso de ventas de este tipo de sidras sea notorio.

Puede que el funcionario -seguramente probo- fuese fascista y españolista pero, desde luego, era certero en su análisis. Y critico.

Pero no sólo se debe achacar a las modas importadas el descenso de la sidra. La especia- lización del campo asturiano en las décadas de los cincuenta y los sesenta, con un práctico monocultivo lácteo y con los prados salpicados de pintas vacas frisonas, arrasó con los manzanos en las tierras fértiles, llanas y soleadas. Mientras tanto, de un modo espeluznante, los eucaliptos ocuparon las tierras marginales, desplazando a nuestras frondosas y, también, al amoroso y céltico manzano.

El manzano, cuya expansión a costa de praderias era saludada por Xovellanos, y que había ganado singular batalla frente al naranjo, perdía frente a la hierba convertida en leche y frente al eucalipto convertido en pasta de papel.

La nueva era dorada de la sidra llegaría a partir de mediados los años setenta, cuando el abstemio legionario tenía ya un pie en la pirámide que se había hecho construir al lado de El Escorial. Entonces toda Asturies entró en ebullición. Lo asturiano salía de no se sabía bien donde: autonomía para el país, nuestra lengua oficial y a las escuelas, toponimia como tiene que ser, bandera azul celeste y sidra para las nuevas generaciones.

Me gusta hablar de esto porque yo estaba allí. Mi promoción -yo hablo en académico como otros, los de la quinta, hablan en castrense- enlazó con los viejos y con los aldeanos. Enlazó con Asturies. Retornamos al chigre, a la sidra. Y ese retorno fue imparable. Si los que teníamos dieciocho o veinte años a finales de los setenta y a principios de los ochenta, elevamos de nuevo la botella de nuestros abuelos, los de los ochenta y noventa ya no entienden fiesta sin sidra y observan como las cafeterías desaparecen a manos de los chigres. Por cierto, que la botella de sidra sigue costando lo mismo que en 1980, unas cincuenta pesetas de las de entonces. Yo nací en Xixón, frente a la escalera del Muru que entonces hacía la número cuatro, en el afortunadamente salvado martiellu de Capua. Pero resido actualmente entre Cuideiru y el resto del mundo. Por eso, aunque no falto casi nunca a El Molinón cada quince días -¡dios, qué temporada la que cerramos!- veo los cambios de mi villa natal con más detenimiento que los vecinos de Xovellanos. Y tengo que reconocer que uno de mis mayores placeres fue comprobar como un tablao flamenco - ¡por todos los dioses, qué aberración!- del barrio alto, la entrañable Cimavilla, se había transformado en un chigre.

Hoy los asturianos abogamos por la sidra, por Nava y por Villaviciosa, por Sariegu y por Sieru, por Uviéu y por Xixón, por los lagares y los chigres. Abogamos por un sector económico con futuro, en calidad y en innovación. Abogamos por Asturies. !A saber lo que no se podrá hacer!. Roma y Córdoba sucumbieron, de Franco y de su abstemia intolerante poco queda -sólo algún político camuflado-, los anarquistas toman culinos y la pequeña burguesía va del Tartiere o de El Molinón a los chigres.

La sidra tiene futuro. Si en 1980 había en Asturies 216 lagares, para caer en 1991 hasta la cifra de 96, en este momento hay 109. El sector se está recuperando, hasta el punto de que se crean nuevas empresas dedicadas a este noble menester. Pero no sólo se incrementan los lagares en su número absoluto, sino que las capacidades medias también se han visto incrementadas notablemente, con una mejora tecnológica muy visible en casi todos ellos.

Pero este futuro tiene también sus problemas. Nos encontramos ante un mercado en el que no existe discriminación alguna según el precio. Palos de sidra excelentes se venden al mismo precio que la más repugnante puxorra, mientras que escanciadores que tratan la botella como bates de pelota base compiten -sin problemas, salvo en el caso de selectos bebedores- con quienes miman la sidra como lo que es: uno de los fluidos espirituales de esta pequeña nación.

El problema de la sidra es que se niega a ser normalizada como pueden serlo otros líquidos tan nobles como ella. La sidra, no sólo es una bebida, es también una cultura. Incrementar la presencia de la sidra en el mercado no es difícil -si hay manzana-; tampoco lo es exportarla. Lo complicado es trasladar a donde no existe todo el entramado sociocultural que tiene en la sidra su centro.

No siempre es fácil traspasar espacios étnicos. Difícilmente en Valladolid se pueda hacer una espicha como mandan los cánones, o en Nueva York escanciar un par de cajas para seis amigos. Por eso, parece necesario que se diversifique el sector. Hoy en Asturies sólo existe la sidra natural -la de siempre, la que se tira como dicen los turistas más incultos, que son mayoría-, la achampanada y la de barril, todas ellas con calidades muy diversas entre sí. La inexistencia de una sidra de mesa similar a la inglesa o de licores derivados -aún falta un aguardiente de sidra de calidad, por más que ya existen buenos productos- es algo que debe solucionarse en breve.

Asturies pasa por una crisis grave, de la que se puede salir solamente si se acometen empresas con cierta imaginación. Nada hace más daño que buscar atropelladamente sectores productivos sin pararse a pensar críticamente. Y una de las bazas con las que se cuenta es con aquellos sectores clásicos que, lejos de haber agotado su ciclo histórico, se encuentran en una fase ascendente, tan ascendente que casi sorprende.

Uno de ellos es el de la sidra. la nueva estructura económica de Asturies, si es que se quiere sobrevivir como comunidad, pasa, con carácter fundamental, por una economía identitaria, por retomar el ser y el sentir de este viejo pueblo. Escribe José Antonio Fidalgo que dicen que la sidra gusta de los campos verdes para resaltar con más pujanza los dorados de su presencia; que amo los ambientes húmedos, esos que atenazan las gargantas, para propiciar energía y vida al astur grito de¡ iixuxú! y dar vigor al que, entre tonada y tonada, pregona amores o revive añoranzas.

Pero no sólo eso, aunque eso sea lo más importante. La sidra puede ser puntal de recuperación económica del sector agrario asturiano y contribuir, paralelamente, a recuperar la propia esencia de Asturies, que no sólo es un paraíso natural. También es un mundo de gentes que, entre otras cosas, viene bebiendo un mismo licor desde la noche de los tiempos.

Un mundo al que no te faltan enemigos que, bajo las banderas de un iletrado cosmopolitismo y de una deficiente formación humanística, pretenden tomar decisiones atrabiliarias como la de prohibir escanciar en la calle, ocurrencia que tuviera hace unos pocos años algún munícipe o algún funcionario de los Ayuntamientos de Mieres y de Xixón. La celebrada democracia consensuada, a veces, presenta productos humanos de la misma estirpe de aquellos obispos tridentinos, generalmente extranjeros y, posiblemente aunque sea raro en un cura, abstemios. Menos mal que todo quedó prácticamente en nada. De haberse consumado en la práctica semejante barbaridad, estoy seguro de que hubiéramos visto a Xovellanos y a Cuesta encabezando manifestaciones.

Quiero terminar volviendo al poema de Alfonso Camín con el que inicié esta plática:

Sidra, canción de Asturias. Nostalgia y armonía;
el corazón maduro con la ansiedad bravía,
y amores que se entregan sin un remordimiento.
La fuente se da al río y el alma se da al viento.

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Nota: Agradecemos al autor su autorización para la publicación de este trabajo.


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